En el convulso escenario de la Corona de Castilla en el siglo XIV, se suscitó en Palencia un episodio que resonaría en la historia, dando origen a una leyenda venerada en la ciudad y confiriendo a las mujeres palentinas el título de "caballeros de honor". En aquel tiempo, reinaba Juan I sobre Castilla y León, tras haber sufrido una derrota en 1385 ante otro Juan, el monarca portugués, en la batalla de Aljubarrota. Este revés dejó a la corona castellano-leonesa en una posición precaria. Aprovechando esta vulnerabilidad, el duque de Lancaster, Juan de Gante, se aventuró a invadir la Península Ibérica con la intención de reclamar el trono. Su legitimidad se basaba en ser yerno de Pedro I, conocido como "el cruel" por sus detractores y "el justiciero" por sus partidarios. Pedro I había sido asesinado por su hermanastro, Enrique de Trastámara, quien ascendió al trono como Enrique II, inaugurando una nueva dinastía a la que pertenecía Juan I, hijo de Enrique. Sin embargo, Juan de Gante y su esposa Constanza de Castilla rechazaron esta sucesión y exigieron el trono como herederos legítimos de Pedro. El duque desembarcó en Galicia en 1386 y comenzó su avance hacia el interior de Castilla. Durante su campaña, conquistó La Coruña, Santiago y Orense, para luego ganar una serie de batallas hasta llegar a Palencia. Debido a la guerra, la mayoría de los hombres de la ciudad se encontraban en el frente, dejando prácticamente solo a mujeres para defender la capital palentina cuando llegaron las tropas de asedio. Sin embargo, lejos de rendirse ante los invasores, las mujeres de Palencia resistieron valientemente y lograron derrotar a las fuerzas de Lancaster, lo que lo obligó a abandonar sus pretensiones dinásticas. Esto se formalizó en el Tratado de Bayona de julio de 1388. Como reconocimiento a este acto heroico, que finalmente permitió a Juan I conservar su corona, se otorgó a las mujeres de Palencia el privilegio perpetuo de ser reconocidas como "defensoras de honor" y de llevar la banda de oro, que desde entonces incorporan en sus trajes tradicionales, igualándolas así a los caballeros, un honor que hasta entonces solo habían ostentado los hombres. Además, se les concedió el derecho de no tener que hacer una reverencia ante el monarca.